Dar una cabezadita después de comer es una actividad altamente recomendable para preservar la salud del cerebro, ya que ralentiza la velocidad a la que nuestros sesos se encogen de forma natural a medida que envejecemos, sugiere una nueva investigación dirigida por investigadores del University College de Londres, en el Reino Unido, y la Universidad de la República, en Montevideo (Uruguay).
En el estudio los científicos, tras analizar los datos procedentes de personas de entre 40 y 69 años, encontraron un sólido vínculo entre dormir la siesta de forma habitual y poseer un mayor volumen total de masa encefálica.
Este es un indicador de que el cerebro goza de buena salud y que, por consiguiente, muestra un riesgo menor de sufrir demencia y otras enfermedades.
La siesta es una consecuencia natural que guarda relación con el ritmo circadiano, ciclo natural de cambios físicos, mentales y de comportamiento que experimenta el cuerpo en un ciclo de veinticuatro horas, y la temperatura corporal: cuando esta alcanza un mínimo, nos invade el sueño.
En nuestro reloj biológico, que está controlado por un área pequeña en el medio del encéfalo, hay dos momentos de temperatura mínima: el primero ocurre una o dos horas antes de irnos a dormir; y el segundo, unas diez horas después, momento que coincide con la hora de la comida y dormir la siesta.
La temperatura del cuerpo desciende y entra en escena Morfeo: de hecho, si no comiéramos, también nos amodorraríamos a la hora de la siesta.
Ahora bien, al ingerir alimentos, también favorecemos que se disparen los mecanismos de la siesta.
¿Cómo? No se sabe muy bien, quizá al estimular el nervio vago, que activa el sistema parasimpático y causa relajación; o al desatar la liberación de hormonas en el sistema gastrointestinal, que, al alcanzar el cerebro, causan somnolencia y una caída del estado de alerta.
Son numerosos los expertos que aconsejan dormir la siesta; de hecho, advierten de que es una costumbre que se ha ido perdiendo para adaptarnos a ritmos de vida cada vez más rápidos.
Algunas investigaciones afirman que los hombres primitivos eran, como la mayor parte de los animales, polifásicos, o sea, que alternaban fases de sueño y vigilia durante todo el día.
Hoy, forzamos nuestra maquinaria interna para dormir una vez al día, a veces, tarde y mal, lo que merma la calidad de vida.
De ahí que echar una cabezadita después de comer puede, además de proporcionar una sensación de satisfacción, ayudarnos a recuperar el sueño perdido y asegurarnos un ritmo de vida más saludable.
Porque la siesta, como ha constatado la ciencia, proporciona pingües beneficios físicos y mentales.
Por ejemplo, reduce la tensión arterial, aplaca el estrés y la ansiedad, y aleja el fantasma de sufrir enfermedades cardiovasculares.
Esto es así porque cuando dormimos liberamos la hormona del crecimiento o somatotropina, que constituye un antídoto contra el cortisol, la hormona del estrés, que abunda en los insomnes y causa numerosos desaguisados orgánicos, como el debilitamiento de los sistemas muscular e inmunológico y la aparición de diabetes y problemas de corazón.
Ahora bien, la siesta es un arte que ha de servirse con moderación.
Las personas que le dedican más de media hora al día presentan, si se las compara con aquellas que nunca se echan la siesta, un mayor riesgo de tener un alto índice de masa corporal (IMC), un perímetro de la cintura más elevado, un índice de glucosa en ayunas más alto y una presión arterial también más alta.
Además, sufren una mayor prevalencia del llamado síndrome metabólico, un conjunto de factores de riesgo que se asocian con la enfermedad cardiaca, la diabetes y otros problemas de salud.
Las siestas largas y frecuentes también son un signo de alzhéimer y otras demencias, según un estudio en el que participaron 1.400 personas mayores y que fue publicado en 2022 en Alzheimer’s and Dementia: The Journal of the Alzheimer’s Association.
«Nuestros resultados no solo sugieren que las siestas excesivas pueden indicar un riesgo elevado de alzhéimer, sino que también muestran que un rápido aumento anual en el número de siestas puede ser un signo de deterioro o progresión clínica desfavorable de la enfermedad», señaló uno de los autores de este trabajo, el doctor Peng Li, del Programa de Biodinámica Médica en la División de Trastornos Circadianos y del Sueño del Brigham and Women’s Hospital, en Boston.
En situaciones normales, la cabezadita después de comer, correctamente administrada, es, sin duda alguna, un reconstituyente para la mente.
Múltiples investigaciones han demostrado que la siesta aporta réditos cognitivos, ya que las personas que han disfrutado de una siesta corta obtienen mejores resultados en las pruebas cognitivas en las horas posteriores a aquella que las personas que han permanecido despiertas.
Tomar una siesta regular por la tarde puede estar relacionado con una mejor agilidad mental, sugiere una investigación china publicada en la revista en línea General Psychiatry.
El sesteo parece estar asociado con una mejor percepción espacial, una mayor fluidez verbal y una memoria de trabajo más consolidada, indican los autores del trabajo.
También se sabe que la siesta estimula la creatividad, aumenta la concentración, mejora los reflejos, facilita la resolución de problemas y potencia el aprendizaje.
También mejora el estado de ánimo, ya que promueve la liberación de serotonina; y refuerza la positividad.
Como dice la columnista de The Wall Street Journal Peggy Noonan, «las siestas son la forma que tiene la naturaleza de recordarte que la vida es agradable, como una hermosa hamaca colgada entre el nacimiento y el infinito».
Su autora principal, la doctora Victoria Garfield, de la MRC Unit for Lifelong Health & Ageing, en el University College de Londres, apunta lo siguiente:
«Nuestros hallazgos sugieren que, para algunas personas, las siestas cortas pueden ser parte del rompecabezas que podría ayudar a preservar la salud del cerebro a medida que envejecemos».
Usando una técnica llamada aleatorización mendeliana, un método epidemiológico para controlar las asociaciones espurias en los estudios observacionales, Garfield y sus colegas seleccionaron 97 fragmentos de ADN que supuestamente influyen en nuestra probabilidad de planchar la oreja después de comer.
Compararon medidas de salud cerebral y cognición de individuos que están mejor programados genéticamente para dormir la siesta con individuos que no eran portadores de dichas variantes genéticas, y el resultado fue concluyente: las personas predeterminadas para echarse la siesta gozaban de un mayor volumen cerebral total (VCT).
No hay que olvidar que este se refiere a la cantidad total de espacio ocupado por el cerebro dentro del cráneo, y representa la suma de los volúmenes de diferentes regiones cerebrales, incluidos los hemisferios cerebrales, el cerebelo, el tronco encefálico y otras estructuras.
Garfield y sus colegas calcularon que la diferencia en el volumen cerebral entre las personas programadas para hacer la siesta de forma asidua y las que de serie no duermen la siesta equivalía a ¡2,6 a 6,5 años de envejecimiento!
Ahora bien, para tranquilidad de quienes nunca se amodorran después de comer, las diferencias son inexistentes en lo que se refiere al volumen del hipocampo, al tiempo de reacción y al procesamiento visual.
«Espero que estudios como este, que muestran los beneficios para la salud de las siestas cortas, puedan ayudar a reducir cualquier estigma que aún existe en torno a esta costumbre tan saludable», concluye la doctora Garfield.
Fuente: Risbel
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