Un nuevo estudio muestra que la predilección por determinados olores no depende de la cultura.
Que el perfume con el que su compañero de trabajo insiste en rociarse cada mañana le guste o no es una cuestión personal.
Puede ocurrir que él lo considere algo sublime, mientras que a usted le resulte mareante.
Pero más allá de las reacciones particulares, existe una conformidad entre la gente de todo el mundo, ya viva en una selva ecuatorial o en una ciudad occidental, a la hora de definir un olor como agradable o desagradable.
Según ha concluido un nuevo estudio esta coincidencia es independiente del origen cultural y, en realidad, tiene más que ver con la estructura de la molécula de olor particular.
«Queríamos ver si las personas de todo el mundo tienen la misma percepción del olor y les gustan los mismos tipos de olores, o si esto es algo que se aprende culturalmente», dice Artin Arshamian, investigador del Departamento de Neurociencia Clínica del Instituto Karolinska.
«Tradicionalmente se ha pensado que es algo cultural; aunque este trabajo demuestra que la cultura tiene muy poco que ver».
Para estudiar este fenómeno,se seleccionó a 235 personas de 9 culturas no occidentalesde diversa procedencia, ya que anteriores estudios «habían utilizado un enfoque experimental que tiende a tomar muestras de personas con estilos de vida y experiencias urbanas similares; es decir, personas alfabetizadas, educadas y con conocimientos tecnológicos que participan de una industria global común de fragancias y sabores, señalan los autores.
Esto proporciona solo una prueba débil y limitada del posible papel de la cultura».
A todos ellos se les presentaron diez ‘bolígrafos olorosos’ con diferentes moléculas que representaban diez olores diferentes que después ellos colocaron del olor más agradable al que menos les había gustado.
Así, el olor preferido de la mayoría de ellos, a pesar de encontrarse a miles de kilómetros de distancia, fue el de la molécula 4-hidroxi-3-metoxibenzaldehído, el que identificamos con la vainilla, seguida del butirato de etilo, que nos huele a melocotón.
Por el contrario, el aroma menos agradable fue el del ácido isovalérico, algo parecido al ‘agrio’ que se puede encontrar en muchos alimentos, como el queso, la leche de soja y el zumo de manzana, pero también en el sudor de los pies.
Tampoco fue muy bien acogido en general el disulfuro de dietilo, que corresponde a las patatas podridas, o el ácido octanoico, presente en la grasa de la leche de los mamíferos.
En concreto, se incluyeron participantes de la tribu indígena americana de los Seris, en México; integrantes de los Maniq, una población que habita el sur de Tailandia; oriundos de los Semaq Beri, y un recolector costero de los Mah Meri, de Malasia; una comunidad de agricultores forrajeros Chachi y un agricultor de subsistencia de la tribu Imbabura Quichua, ambos de Ecuador; y dos habitantes de grandes ciudades industriales de México y Tailandia.
Además, también se tuvieron en cuenta preferencias de ciudadanos de Nueva York de otro trabajo anterior que tuvo en cuenta 500 moléculas, y que arrojó resultados parecidos.
«Dado que estos grupos viven en ambientes olorosos tan dispares, como la selva tropical, la costa, la montaña y la ciudad, capturamos muchos tipos diferentes de ‘experiencias de olor’», explica Artin Arshamian, neurocientífico del Instituto Karolinska de Estocolmo (Suecia) y primer autor del estudio.
Los investigadores afirman que si la preferencia por uno u otro aroma fuese cultural, las clasificaciones de los participantes serían similares para dentro de las mismas tribus o pueblos.
«Pero, contrariamente a las expectativas, la cultura explicó solo el 6% de la variación en las clasificaciones de agrado», afirman los autores.
Por el contrario, la variación se explica en gran medida por la estructura molecular (41%) y por preferencia personal (54%).
Y, esta última, aunque puede ser ‘aprendida’ y derivada de la cultura, también puede ser resultado de la composición genética de los individuos, quizá por el instinto de supervivencia generado por la evolución, es decir, que los olores resulten más o menos agradables porque nuestros antepasados relacionaron esos olores con alimentos saludables.
«Ahora sabemos que existe una percepción universal del olor que está impulsada por la estructura molecular y que explica por qué nos gusta o nos disgusta cierto olor», señala Arshamian.
«Las culturas de todo el mundo clasifican los diferentes olores de manera similar sin importar de dónde provengan, pero las preferencias de olor tienen un componente personal, aunque no cultural», añade.
El siguiente paso será «estudiar por qué esto es así al vincular este conocimiento con lo que sucede en el cerebro cuando olemos un olor particular».
Es decir, probar qué ocurre en nuestro cerebro cuando olemos un aroma, independientemente del lugar en el que vivamos y en la cultura en la que nos hayamos criado.
Fuente: Cell