En 2016, un equipo de investigadores publicó un estudio que comparaba la precisión diagnóstica de médicos y computadoras.
Y, además, los resultados eran sorprendentes.
No sólo encontraron que los médicos ganaban a las computadoras haciendo diagnósticos, es que ganaban por goleada: 72% contra 34%.
Tras tantos años anunciando la revolución que iban a suponer estos sistemas, la profesión médica podía “respirar tranquila“.
La cuestión es que todo ha cambiado.
Ha cambiado mucho. De hecho.
El último trabajo sobre el tema de Google Research y Deep Mind muestra perfectamente ese cambio.
En este estudio, el equipo ajustó un chatbot de IA para responder preguntas médicas comunes.
Más tarde, pidieron a un amplio equipo de médicos que respondieran a esas mismas preguntas y, finalmente, pidieron a un panel de nuevos médicos que juzgaran la corrección y pertinencia de ambos conjuntos de respuestas.
El panel juzgó como correctas el 92,6% de las generadas con inteligencia artificial frente al 92,9% de las respuestas proporcionadas por otros médicos.
Sí, los médicos aún ganan a las máquinas (aunque sea por poco) y, además, aparentemente los dos estudios no se refieren exactamente a la misma tarea: uno analizaba el diagnóstico de enfermedades y el otro evalúa respuestas a preguntas médicas.
No obstante, esa diferencia es solo “aparente” porque el verdadero problema que las inteligencias artificiales tienen que resolver sí está en las dos tareas: el hecho de que la información está en la cabeza de los pacientes.
El estudio de Harvard de 2016 comparaba a médicos de todo el mundo con ‘comprobadores de síntomas interactivos’ (‘symptom checkers’).
Es decir, con enormes formularios en los que el paciente va introduciendo datos como la edad, dónde le duele o desde cuándo y generan (o ayudan a generar) un autodiagnóstico.
No utilizaban sistemas expertos ni algoritmos de inteligencia artificial.
Y no lo hacían por un motivo: que era probable que emplear uno de esos sistemas no hubiera mejorado mucho los resultados.
Para 2016 ya había inteligencias artificiales que igualaban o mejoraban los diagnósticos de los médicos.
El problema es que solo funcionaban cuando trabajan con datos objetivos (radiografías, TACs o análisis clínicos) o cuando alguien había codificado los síntomas en una base de datos previamente.
Los bots eran manifiestamente torpes sacando la información clínica de los pacientes.
Extraer síntomas, entender qué nos está diciendo el enfermo y qué no nos está diciendo: ahí es donde está la miga de la profesión médica aunque a veces se nos olvide.
Y por eso, el resultado de Google es tan relevante.
No se trata solo de “dar” información correcta.
Se trata de leer las preguntas, entender sus matices y comprender qué es lo que nos están preguntando (a veces más allá de lo evidente).
En muy poco tiempo, los resultados se han estrechado muchísimo.
Eso sí, aún no es escalable. El proceso sigue necesitando seres humanos y un trabajo muy intensivo.
No obrante, es lo que hace pensar que, ahora sí, la explosión del reconocimiento de lenguaje natural puede destrozar esa “última frontera” de la medicina robótica.
Está claro que hay que llevar esta tecnología a los diagnósticos reales para ver qué pasa, cómo actúa, qué es capaz de lograr.
No obstante, la buena noticia es que buena parte del camino que se marcaba hace seis años ya está recorrido en su mayor parte: todo parece indicar que estamos a las puertas de cambios importantes.
Aunque para eso, y es importante tenerlo de cuenta, tendremos que cambiar también nuestra forma de ver a las máquinas.
Aún hoy seguimos teniendo el sesgo por el que sobredimensionamos los fallos de las máquinas, aunque sean estadísticamente más fiables.
No es algo que se circunscribe a las IAs, pasa también con los aviones, por ejemplo.
Es algo que va cambiando a medida que las máquinas se van haciendo más importantes en nuestro día a día, pero que sigue mediando nuestra confianza en las máquinas, algoritmos y robots.
Fuente: arXiv
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