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Los humanos podemos sentir el campo magnético de la Tierra

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Hallan evidencias de un «sexto sentido magnético» en los humanos.

Durante un experimento, varios sujetos disminuyeron su actividad cerebral ante la variación controlada de un campo magnético.

Un equipo multidisciplinar de geocientíficos y neurobiólogos del Instituto Caltech, en California, y la Universidad de Tokio, acaba de publicar en la revista eNeuro un artículo en el que aseguran haber encontrado evidencias de un “sexto sentido magnético” en los seres humanos.

Según Joseph Kirschvink, Shin Shimojo y sus colegas, en efecto, el cerebro humano es capaz de responder de forma inconsciente a los sutiles cambios que se producen en el campo magnético terrestre.

El estudio, que puede consultarse en BioRxiv, vuelve a poner sobre la mesa un área de investigación que había permanecido “dormida” durante décadas.

Sabemos que muchos animales, entre ellos las aves migratorias o las tortugas marinas, disponen de un agudo “sentido geomagnético” que les permite orientarse en el aire o el océano en viajes de muchos miles de km para regresar, con extraordinaria precisión, a sus lugares de nidificación o desove.

Y también se ha demostrado que otros seres vivientes, desde bacterias a moluscos, artrópodos, peces o varios grupos de vertebrados, poseen igualmente un órgano sensible a los cambios magnéticos.

Sin embargo, y aunque la magnetorrecepción ha sido bien estudiada en todos estos animales, los científicos no habían conseguido, hasta el momento, determinar si también los humanos comparten esta extraordinaria capacidad.

Durante una buena parte del siglo XX, la mayoría de los investigadores colocaban la magnetorrecepción en el mismo cajón en el que se encuentran la radiestesia o la telepatía.

Es decir, en el escabroso y controvertido terreno de lo paracientífico.

Hubo que esperar a que se demostrara que muchos animales son capaces de percibir el campo magnético (las palomas mensajeras fueron las primeras) para que la magnetorrecepción, junto a la posibilidad de que también los humanos poseamos ese “sexto sentido”, empezara a ser tomada en serio.

Cuando la evidencia empezó a ser abrumadora, muchos se refugiaron en la idea que que “llevar incorporada una brújula” podía ser aceptable para algunos animales migratorios, aunque en ningún caso para el resto de los seres vivos.

Pero con el paso de los años los investigadores han ido descubriendo que animales menos “viajeros”, como gusanos, caracoles, ranas o tritones, también poseen este enigmático sentido.

Incluso muchos mamíferos parecen ser capaces de responder al campo magnético terrestre.

Experimentos llevados a cabo con ratones y topos mostraron, por ejemplo, que usaban las líneas del campo magnético para ubicar sus madrigueras.

Incluso el ganado o los ciervos alinean sus cuerpos con la orientación de esas líneas cuando pastan.

Y los perros “miran” hacia el norte o hacia el sur (las líneas dominantes del campo magnético terrestre), cuando orinan o defecan.

Pero, ¿y los humanos?

Kirschvink y el resto de los autores del presente estudio se propusieron abordar esta vieja pregunta utilizando las más modernas técnicas de encefalografía para estudiar y registrar la actividad cerebral de un grupo de voluntarios adultos ante las manipulaciones de un campo magnético llevadas a cabo por los científicos en un ambiente cerrado y aislado, una jaula de Faraday.

Hay que tener en cuenta que hasta ahora, la mayor parte de la evidencia científica de la magnetorrecepción se ha basado en los cambios de conducta o los patrones de movimiento de animales ante las variaciones magnéticas de su entorno.

En otras palabras, ahora los científicos saben que los animales son capaces de “sentir” el campo magnético, pero siguen sin tener ni idea de cómo lo hacen a nivel celular o neuronal.

La barrera que separa lo que sabemos de lo que es desconocido parece estar en la biología, es decir, en cómo exactamente el cerebro es capaz de utilizar la información “magnética” que recibe.

Ya en 2012, David Dickman, neurobiólogo de la Facultad de Medicina en la Universidad de Houston, demostró que una serie de neuronas específicas en los oídos internos de las palomas están involucradas, de alguna forma, en la respuesta de esos animales a los cambios en la dirección, polaridad o intensidad de los campos magnéticos.

Pero localizar con exactitud dónde están los magnetorreceptores responsables de desencadenar esas respuestas ha sido como buscar una aguja en un pajar.

De hecho, no se ha encontrado un “organo sensorial” específico que los científicos pudieran diseccionar y estudiar.

Y dado que los campos magnéticos son ubicuos, barren constantemente todo el cuerpo, durante todo el tiempo, los receptores, pues, podrían estar, literalmente, en cualquier parte.

En este sentido, se piensa por ejemplo que en las palomas (así como en algunos peces y bacterias), el sensor magnético consiste en una serie de cristales de óxido de hierro (magnetita) conectados de alguna forma a otros orgánulos que la Ciencia, aún, no termina de comprender.

En las abejas, por el contrario, la magnetita se localiza en las membranas de ciertos tipos de neuronas, e incluso los seres humanos tienen, como han mostrado diversos estudios (como el publicado en Neuroscience en 2007 por S. Carrubba, C. Frilot, A.L Chesson y A.A Marino), depósitos de materiales magnéticos en el hueso etmoides de la nariz.

Ya en 2016, la revista Science dedicó un extenso artículo a los intentos de Kirschvink por encontrar evidencias de que también los humanos poseemos ese “órgano misterioso” que nos permite detectar los campos magnéticos.

Y ahora, en su nuevo estudio, Kirschvink y sus colegas publican los resultados de una serie de experimentos cuidadosamente controlados y que revelan una clara disminución de la actividad cerebral en la banda alfa, que responde a la información sensorial, en algunos de los voluntarios.

Después, los investigadores replicaron este efecto en los participantes que mejor habían respondido y confirmaron que esas respuestas se ajustaban a las variaciones del campo magnético en el hemisferio norte, donde se llevó a cabo el estudio.

“Presentamos aquí, escriben los investigadores, una respuesta cerebral fuerte y específica a rotaciones ecológicamente relevantes de los campos magnéticos de la Tierra.

Tras la estimulación geomagnética, se produjo una disminución en la amplitud de las oscilaciones de EEG alfa (8-13 Hz) de manera recurrente”.

Durante el experimento, 26 participantes se sentaron con los ojos vendados en una cámara oscura y tranquila llena de bobinas eléctricas.

Estas bobinas manipularon el campo magnético dentro de la cámara de modo que permaneciera con la misma fuerza que el campo natural de la Tierra, pero podría apuntar en cualquier dirección.

Los participantes llevaban un gorro de EEG (electroencefalografía) que registraba la actividad eléctrica de sus cerebros mientras el campo magnético circundante giraba en varias direcciones.

Esta configuración simulaba el efecto de alguien que giraba en diferentes direcciones en el campo natural e inmutable de la Tierra sin requerir que un participante se moviera realmente.

(La quietud completa evitó que los pensamientos de control motor afectaran las ondas cerebrales debido al campo magnético).

Los investigadores compararon estas lecturas de EEG con las de los ensayos de control donde el campo magnético dentro de la cámara no se movió.

¿Reaccionó el cerebro a los cambios en la dirección del campo magnético?

Las ondas alfa generalmente dominan las lecturas de EEG cuando una persona está inactiva, pero se desvanece cuando alguien recibe información sensorial, como un sonido o un toque.

Por supuesto, los cambios en el campo magnético provocaron cambios en las ondas alfa de las personas.

Específicamente, cuando el campo magnético apuntaba hacia el suelo frente a un participante que mira hacia el norte (la dirección que apunta el campo magnético de la Tierra en el hemisferio norte), el giro del campo en sentido contrario a las agujas del reloj de noreste a noroeste provocó una caída promedio del 25% en la amplitud de las ondas alfa.

Ese cambio fue aproximadamente tres veces más fuerte que las fluctuaciones de la onda alfa natural observadas en los ensayos de control.

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Curiosamente, los cerebros de los participantes no mostraron respuestas a un campo magnético giratorio orientado hacia el techo, la dirección del campo de la Tierra en el hemisferio sur.

Cuatro participantes fueron reexaminados semanas o meses después y mostraron las mismas respuestas.

Por supuesto, dónde se encuentra y cómo funciona exactamente ese misterioso “sensor magnético” sigue siendo un misterio.

A pesar de ello, los investigadores están convencidos de que futuros estudios de magnetorrecepción llevados a cabo en distintas poblaciones humanas de otras regiones del planeta proporcionarán nuevas y valiosas pistas sobre la evolución y la variación individual de este antiguo, y al parecer generalizado, sistema sensorial.

Fuente: ABC, Muy Interesante

Editor PDM

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