Un nuevo estudio de la Universidad de Yale revela que la detección de nutrientes en el estómago induce cambios en la actividad cerebral de las personas delgadas, pero dichas respuestas cerebrales disminuyen en personas con obesidad.
Los kilos de más pueden desatar cambios perniciosos en la respuesta del cerebro a los alimentos que ingerimos, y esta respuesta cerebral no se recupera así como así después de la pérdida de peso, afirma una investigación realizada por un equipo internacional de investigadores.
En situaciones normales, nuestros intestinos, tras terminar de comer, lanza una serie de señales al cerebro que lo informan de la presencia de nutrientes en el tracto digestivo, un fenómeno fisiológico que los científicos creen que puede ayudar a regular el comportamiento alimentario.
Sin embargo, en un nuevo estudio, que ha sido dirigido por Mireille Serlie, endocrinóloga de la Universidad de Yale (EE. UU.), los investigadores descubrieron que, si bien la detección de nutrientes en el estómago induce cambios en la actividad cerebral de las personas delgadas, dichas respuestas cerebrales disminuyen en gran medida en personas con obesidad.
Estas diferencias en la actividad cerebral, dicen los investigadores, podrían ayudar a explicar por qué a algunas personas les resulta tan difícil perder peso y mantenerlo, y por qué son víctimas del indeseable efecto yoyó, esto es, recuperan el mismo peso perdido durante un régimen —o incluso más— una vez que lo abandonan o no lo siguen de manera estricta.
La medicina sabe desde hace tiempo que la obesidad afecta a la capacidad que tiene el encéfalo humano para detectar la sensación de saciedad y sentirse satisfecho después del consumo de azúcares y grasas.
Además, estos cambios pueden instalarse en el cerebro y hacer que las dietas se conviertan en el citado círculo vicioso de pérdida y aumento de peso.
No cabe duda de que la obesidad y el sobrepeso, que se caracterizan por la insana acumulación anormal o excesiva de grasa en el organismo, han adquirido tinte de pandemia.
Desde 1975, la obesidad se ha casi triplicado en todo el mundo.
De acuerdo con las últimas cifras facilitadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 650 millones de adultos en todo el mundo son obesos.
Si hablamos de los adolescentes, unos 340 millones ya padecen las consecuencias del sobrepeso; y en el caso de los niños, la cifra se instala en los 39 millones.
Pero aquí no queda la cosa: el mismo organismo advierte de que las estimaciones de los niveles mundiales de sobrepeso y obesidad revelan que más de 4.000 millones de personas mayores de cinco años podrían verse afectadas por este problema de salud en 2035.
Poseer un elevado índice de masa corporal (IMC) —un indicador simple de la relación entre el peso y la talla que se utiliza frecuentemente para identificar el sobrepeso y la obesidad en los adultos— puede poner en peligro la salud: los kilos de más son fieles aliados de las enfermedades cardiovasculares, como el infarto y el ictus; de la diabetes; de los trastornos del aparato locomotor, caso de la osteoartritis, una enfermedad degenerativa de las articulaciones muy discapacitante; y de cánceres como los de endometrio, mama, ovarios, próstata, hígado, vesícula biliar, riñones y colon.
Más de 4 millones de personas mueren cada año en todo el mundo como resultado del sobrepeso, según la OMS.
La causa fundamental de esta epidemia de michelines y cartucheras se explica, a grandes pinceladas, por un desequilibrio energético entre las calorías consumidas y las quemadas.
Una descompensación que tiene como protagonistas el aumento de la ingesta de alimentos de alto contenido calórico que son ricos en grasa y azúcar; y un descenso en la actividad física, debido a la naturaleza cada vez más sedentaria de muchas formas de trabajo, los nuevos modos de transporte y la creciente urbanización.
Sobre el papel, la prevención y la solución a la gordura son fáciles de acometer: basta con limitar la ingesta de calorías procedentes de la grasa y azúcares; aumentar el consumo de frutas, verduras, legumbres, cereales integrales y frutos secos; y realizar una actividad física de forma habitual, como puede ser 60 minutos diarios para los jóvenes y 150 minutos semanales para los adultos.
Pero en la práctica no es fácil cumplir con estos objetivos.
En contra del mito establecido, no todo el mundo puede perder peso con la fuerza de voluntad.
«La gente todavía piensa que la obesidad está causada por la falta de fuerza de voluntad de quien la padece», dice Serlie, endocrinóloga de la Universidad de Yale.
Es una forma de estigmatizar a las personas obesas que en nada beneficia a su curación. El problema de la obesidad no es tan simple.
Recientes investigaciones han obligado a que los científicos se enfrenten desde nuevos enfoques al control del peso corporal, y a tomar conciencia de que la solución al problema de la gordura va más allá del control personal de las calorías y el ejercicio, o de poner cerco a factores ambientales como es la omnipresencia en nuestras vidas de la comida basura, barata y poco saludable.
Ahora sabemos que las personas con obesidad tienen que lidiar con unos condicionantes fisiológicos que hacen que los cambios en la dieta y la pérdida de peso sean más desafiantes.
«Nosotros hemos demostrado que existe una diferencia real en el cerebro en lo que se refiere a la detección de nutrientes», apunta Serlie.
Y señala que el esclarecimiento de los factores biológicos que contribuyen a la obesidad será esencial para abordar su devastador impacto global.
Y aunque se sabe que las formas en que el cuerpo responde a la ingesta de nutrientes constituye un factor clave en nuestra conducta alimentaria, los científicos se enfrentan a grandes lagunas en lo que se refiere a la señalización de nutrientes en nuestro organismo.
En este sentido Serlie y sus colegas de los Países Bajos han descubierto que los adultos con obesidad diagnosticada muestran diferentes respuestas neurológicas a las infusiones estomacales de grasa o azúcar de la dieta que los adultos delgados.
Para el nuevo estudio, los investigadores infundieron glucosa o grasa directamente en el estómago de veintiocho voluntarios identificados como delgados y cuyo IMC era de 25 o menos, y treinta personas con obesidad (IMC de 30 o más).
Luego evaluaron la actividad cerebral de todos lo participantes en el estudio a través de imágenes de resonancia magnética funcional (fMRI), una técnica que mide los pequeños cambios en el flujo sanguíneo que ocurren con la actividad en diferentes regiones del cerebro.
Los resultados de las pruebas no dejaron lugar a la duda: entre los participantes delgados, los investigadores detectaron una actividad reducida en varias regiones del cerebro, tras la infusión de glucosa y grasa.
Por el contrario, no observaron cambios en el funcionamiento neurológico de los participantes con obesidad.
«Este resultado nos sorprendió. Pensábamos que nos toparíamos con diferencias en las respuestas de las personas delgadas y las obesas, pero no esperábamos tropezarnos con esta falta de cambios en la actividad cerebral de las personas con obesidad», confiesa Serlie.
Pero la investigación no acabó aquí.
Luego Serlie y su equipo observaron más de cerca una región del cerebro llamada cuerpo estriado, que investigaciones anteriores han demostrado que media en los procesos gratificantes y motivacionales de la ingesta de alimentos, además de desempeñar un papel clave en la regulación del comportamiento alimentario.
El cuerpo estriado lleva a cabo este papel en parte a través del neurotransmisor dopamina.
Con la ayuda de la fMRI, encontraron que, en personas delgadas, tanto la glucosa como la grasa conducían a una merma de la actividad en dos áreas del cuerpo estriado.
Esta caída general en la dinámica cerebral tiene sentido, ya que no necesitamos ir a buscar más comida una vez que ya hemos comido.
Al mismo tiempo, el aumento de los niveles de dopamina mostró que los centros de recompensa del cerebro, que nos refuerzan a repetir una conducta, estaban funcionando.
Sin embargo, solo la glucosa condujo a cambios en la actividad cerebral en los participantes con obesidad, y únicamente en un área del cuerpo estriado.
La grasa no cambió la actividad cerebral en esta región.
Cuando los investigadores evaluaron la liberación de dopamina en el cuerpo estriado después de la infusión de nutrientes, se toparon con que la glucosa inducía la liberación de dopamina en ambos grupos de voluntarios, mientras que la grasa solo provocaba la liberación de dopamina en los flacos.
Estos hallazgos son compatibles con la reducción de la detección de nutrientes en las personas orondas.
Para completar la investigación, Serlie y su equipo invitó a los participantes con obesidad a someterse a un régimen dietético de pérdida de peso de doce semanas; pasado este tiempo, se los volvió a someter a una sesión de fMRI, pero esta vez solo a aquellos que perdieron al menos el 10 % de su peso corporal.
Serlie se encontró con algo sorprendente: la pérdida de peso no se tradujo en un cambio en la respuesta del cerebro a la infusión de nutrientes.
«Ninguna de las respuestas mermadas volvió a la normalidad», comenta Serlie.
Análisis previos han encontrado que la mayoría de las personas que pierden peso lo recuperan a los pocos años de hacer dieta.
Estos nuevos hallazgos pueden ayudar a explicar por qué ocurre esto con tanta frecuencia.
«En mi consulta, cuando veo personas con obesidad, a menudo me dicen:
“Cené. Sé que lo hice. Pero no lo sentí así”. Creo que este comentario en parte radica en dicha detección defectuosa de nutrientes.
Esta puede ser la razón por la cual las personas comen en exceso a pesar de haber consumido suficientes calorías.
Y, lo que es más importante, podría explicar por qué es tan difícil mantener el peso», advierte la endocrinóloga.
La comprensión de la biología del comportamiento alimentario en los seres humanos aún está en sus primeras etapas, según Serlie, y se necesitará más investigación para descubrir por qué se produce un desaguisado en la detección de nutrientes en algunas personas, qué vías biológicas están involucradas y cuándo esta comunicación defectuosa entre la mente y las tripas comienza a tomar fuerza.
«Todo el mundo come en exceso a veces. Pero no está claro por qué algunas personas continúan comiendo en exceso y otras no.
Necesitamos encontrar dónde está ese punto cuando el cerebro comienza a perder su capacidad para regular la ingesta de alimentos y qué determina ese cambio.
Porque si sabe cuándo y cómo sucede, es posible que se pueda prevenir», concluye esta experta.
Fuente: Risbel
Investigadores relacionan dos biomarcadores sanguíneos con cambios en la función cognitiva de mujeres de mediana…
Investigadores han ideado un sistema para terapias genéticas más seguras: un interruptor "on/off" de nuestros…
Imagínese un futuro donde los aviones vuelan sin pilotos a bordo. (more…)
En vez de diseñar, fabricar y distribuir máquinas que capturen dióxido de carbono, el gas…
El motor de detonación giratorio más potente del mundo, capaz de alcanzar Mach 16. (more…)
Investigadores de la Unidad de Dinámica de Redes Cerebrales del MRC y del Departamento de…