El cerebro aplica el cálculo de probabilidades para determinar las causas de lo que ocurre a nuestro alrededor.
El teorema de Bayes guía nuestro comportamiento en el día a día
“Las matemáticas no son mi fuerte” es una frase socialmente aceptada que incluso despierta simpatía.
Pese a la mala fama de las matemáticas, curiosamente, nuestro cerebro es un experto a la hora de utilizarlas, aunque la mayoría ni nos enteremos. De hecho, lo hace constantemente.
No se trata de comprobar únicamente si nos han dado bien el cambio cuando compramos algo. Su habilidad va mucho más allá.
Por torpes que creamos ser, nuestro cerebro es especialmente bueno en el cálculo de probabilidades, según ha descubierto una investigación realizada en la Universidad de Princeton y publicada en “Journal of Neuroscience”.
Esos cálculos guían nuestro comportamiento en el día a día, y los utilizamos, sin saberlo, a la hora de cruzar una calle como a la hora de tomar decisiones. Podría decirse que más que una asignatura son una cuestión de vida o muerte. Al menos para nuestros antepasados.
Según comprobaron los investigadores, nuestro cerebro puede rastrear con precisión la probabilidad de varias explicaciones diferentes de lo que vemos a nuestro alrededor.
Y esta habilidad se localiza en una zona del cerebro situada detrás de los ojos, denominada corteza orbitofrontal.
Aunque esta zona ha sido objeto de muchas investigaciones, sus funciones concretas no están del todo claras.
Al parecer, esta zona del cerebro se ocupa del procesamiento y regulación de los estados afectivos y de la conducta y es especialmente sensible a la recompensa y el castigo.
Está involucrada, como ya se sabía antes de esta investigación, en la detección de cambios en el ambiente. tanto positivos como negativos, que puedan suponer un beneficio o un riesgo, lo que permite ajustar el comportamiento de forma rápida.
Y parece ser crítica en la toma de decisiones en situaciones inciertas.
Y es que, como explican los investigadores, “nuestro mundo está gobernado por causas ocultas (o latentes) que no podemos observar, pero que generan lo que vemos a nuestro alrededor”.
Una gama de los procesos cognitivos de alto nivel que nuestro cerebro lleva a cabo requiere basarse en una distribución de probabilidad sobre las posibles causas que podrían estar generando lo que ocurre en el mundo que percibimos.
Y utilizando resonancia magnética funcional, los investigadores han demostrado que esas inferencias probabilísticas, o distribución de creencias sobre las causas latentes, tiene lugar en la corteza orbitofrontal.
El cálculo de probabilidad sobre causas latentes requiere el uso, por parte del cerebro, del teorema de Bayes.
Da igual que no recordemos que este teorema nos permite averiguar, una vez que ha ocurrido un suceso, la probabilidad de que haya sido causado por otro. Nuestro cerebro lo utiliza constantemente.
Y lo hacía incluso antes de que el matemático y ministro presbiteriano Thomas Bayes enunciara en 1763 este famoso teorema que lleva su nombre.
Para llegar a esta conclusión, los investigadores de Princeton encargaron a los participantes que dedujeran las probabilidades de cuatro posibles causas latentes para explicar un suceso, sobre la base de sus observaciones.
Stephanie Chan, que encabeza el trabajo, planteó la hipótesis de que “el cerebro realiza un seguimiento de estas posibilidades en una forma que es más simple que una descripción completa de la situación, pero más complejo que una sola explicación”.
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Para averiguar dónde y cómo el cerebro llevaba a cabo el cálculo de estas probabilidades, el equipo tuvo que convencer a los participantes en el estudio para hicieran sus deducciones sin pensar en números.
Kenneth Norman, otro de los investigadores, estaba convencido de que si los participantes se enredaban en cálculos, fallarían.
Pero señala que nuestro cerebro es mucho más eficaz en “los cálculos implícitos que en los cálculos explícitos”.
Para estudiar estos cálculos implícitos, el equipo siguió la actividad cerebral de los participantes a medida que exploraban un “safari park” dividido en cuatro zonas virtuales: azul, verde, rosa y amarilla.
Cada zona contenía diferentes animales: elefantes, jirafas, hipopótamos, leones y cebras.
La tarea consistía en obligar al cerebro a utilizar las observaciones anteriores para decidir en cuál de las cuatro zonas coloreadas sería más fácil encontrar una combinación de esos animales.
Por ejemplo, a un participante le mostraban dos leones y una cebra, y le preguntaban si era más probable encontrar esa combinación en la zona verde o en la azul.
Al obligar a los participantes a elegir entre dos zonas que no eran los más propicias para encontrar a cada uno de los animales, los investigadores pudieron medir cómo rastrea el cerebro las probabilidades relativas de las cuatro zonas.
Debido a que cada animal aparecía de vez en cuando en todas las zonas, los participantes no podían señalar inequívocamente una sola zona, ni eliminar otra.
Un grupo de dos cebras y un león podrían sugerir la zona verde, donde ambos animales son los más comunes, pero esos tres animales podían aparecer en cualquier zona y la adición de un hipopótamo al grupo podían hacer que la zona verde fuera la localización más probable.
Si a estas alturas se ha perdido…. No desespere. La buena noticia es que el cerebro de forma intuitiva puede dar con la solución.
Al menos, eso es lo que ocurrió en la prueba a la que fueron sometidos los participantes, que fueron capaces de elegir correctamente de forma consistente la zona en la que con más probabilidad podría encontrarse un grupo concreto de animales.
Es más, aseguran los investigadores que “la precisión de los participantes no disminuyó a la hora de elegir entre dos zonas que no eran los más probables, lo que indica que podían realizar un seguimiento de la probabilidad relativa de las cuatro zonas”.
Para localizar dónde el cerebro lleva a cabo “esta hazaña”, los investigadores hicieron que los participantes realizan la tarea mientras se sometían a una resonancia magnética funcional, que revela las regiones del cerebro más activas en un momento dado.
Y encontraron que era precisamente la corteza orbitofrontal la que aparecían más activa, una región del cerebro implicada en la realización de planes complejos, advertir si un entorno o situación ha cambiado desde la última vez, y la elaboración del pensamiento de orden superior.
Los hallazgos apoyan las hipótesis anteriores de que esta región del cerebro está implicada en flexibilidad intelectual.
“Tener un cerebro capaz de entender que el mundo funciona de forma diferente en diferentes situaciones, debió suponer una ventaja adaptativa para nuestros antepasados.
Y eso es lo que la corteza orbitofrontal parece hacer”, señalan.
Por lo visto, nuestro cerebro lee a la perfección el lenguaje matemático en el que, en palabras de Galileo, está escrita la naturaleza.
Fuente: ABC