No es difícil imaginar una escena en la que alguien se haga daño físico, de cualquier manera, y acabe despotricando.
Una maldición por aquí, un insulto por allá. En algunos casos, la retahíla de improperios puede ser larga.
Aunque la persona no sea malhablada ni las palabrotas abunden en su vocabulario habitual.
Entonces, ¿por qué maldecimos o insultamos? Probablemente, porque ayuda a reducir la sensación de dolor según el siguiente experimento.
El doctor Richard Stephens, investigador principal del Psychobiology Research Laboratory y director de los cursos de la licenciatura en Psicología de la Keele University, lleva años investigando y contrastándolo el fenómeno con una teoría que se sostenía en psicología: lanzar improperios podría empeorar el dolor.
Una creencia explicada con base en la distorsión cognitiva de la catastrofización o visión catastrófica, que consiste en imaginar o pensar que el peor resultado posible se va a dar.
La forma que tuvo de comprobar si maldecir o insultar mejora o agrava una sensación de dolor fue mediante un experimento.
Reunió a unos setenta estudiantes de la universidad en la que trabaja y los convenció para que metieran sus manos en agua helada, dos veces, el mayor tiempo posible.
Una de las veces los jóvenes podrían proferir una grosería y la otra una palabra neutral.
El orden en que podrían decir una cosa u otra fue elegido aleatoriamente, para evitar problemas.
Previamente, además, el investigador pidió a cada uno de ellos que pensasen cinco palabras que usarían si se diesen con un martillo en el pulgar y cinco palabras que emplearían para describir una mesa.
La primera palabra que escogieron de cada uno de los grupos fueron las que pudieron usar durante la prueba.
La intención del experimento era clara: comprobar si podían aguantar más tiempo en el agua helada pronunciando una palabra sin connotaciones o una malsonante.
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Los resultados, que fueron presentados en 2011 en la British Psychological Society y se abordan en un libro recientemente publicado, ‘Swearing Is Good for You’ de Emma Byrne, revelaron que cuando un sujeto maldecía o insultaba era capaz de mantener sus manos en el agua helada casi un 50 % más de tiempo que cuando pronunciaba términos neutros que describían una mesa.
Además, estar en esa situación y despotricar al mismo tiempo aumentaban los latidos del corazón, el nivel de excitación y la percepción del dolor bajaba. Por tanto, experimentaron menos dolor si maldecían o insultaban.
La autora Emma Byrne, que ha firmado un artículo en Wired sobre el experimento y la ciencia que envuelve a las conclusiones, explica que “el dolor no es una simple relación entre la intensidad de un estímulo y la gravedad de su respuesta”.
Las circunstancias, la personalidad de quien percibe el dolor, su estado de ánimo e incluso experiencias anteriores sobre el dolor asegura que afectan la forma en que se experimenta un daño físico.
Próximamente, durante el mes de marzo, el doctor Stephens publicará en la revista Psychology of Sport and Exercise dos experimentos basados en su anterior investigación.
Partiendo de la base de que los jóvenes que maldijeron o insultaron percibieron menos dolor al cambiar, entre otras cosas, sus niveles de excitación, quiso contestar una nueva pregunta. ¿Maldecir o insultar pueden mejorar la fuerza y el rendimiento?
Con una metodología similar, evaluaron el efecto que tenía sobre diferentes sujetos repetir una palabra malsonante y una palabra neutral durante el ejercicio anaeróbico e isométrico.
Aunque los resultados se mostrarán en detalle en la publicación, se observó un mayor rendimiento máximo mientras se insultaba o maldecía que cuando se empleaban vocablos imparciales en cuanto al test anaeróbico de Wingate y la fuerza de agarre manual.
Sin embargo, los improperios no ayudaron con la función cardiovascular y autonómica que se evaluó mediante la frecuencia cardíaca, la variabilidad del ritmo cardíaco, la presión arterial y la conductancia cutánea.
“La ausencia de efectos cardiovasculares o del sistema nervioso autónomo”, adelanta el resumen de conclusiones del estudio, “hace que no esté claro si estos resultados se deben a una alteración del equilibrio simpatovagal o a un mecanismo desconocido”.
Fuente: Xataca