En auto se pueden recorrer los 3400 kilómetros que separan París de la pequeña isla noruega de Sommarøy.
Los 300 vecinos de la isla convocaron una asamblea a finales de mayo con el orden del día más ambicioso: abolir el tiempo. Lo hicieron.
En aquella zona del Círculo Polar Ártico, el sol sale el 18 de mayo y se pone el 26 de julio. Eso son un total de 69 días.
Al contrario, entre noviembre y enero en Sommarøy se extiende una noche tan cerrada que deja en evidencia a cualquier profecía de Juego de Tronos.
Es decir, los horarios convencionales no están hechos para ellos y, por eso, han decidido colgar los relojes.
Durante el largo día de dos meses, por ejemplo, “en medio de la noche, lo que la gente de la ciudad podría llamar ‘2 am’, puedes ver a niños jugando al fútbol, gente pintando sus casas o cortando el césped y adolescentes nadando”, explicaba Kjell Ove Hveding, impulsor del proyecto.
El cambio conlleva de facto funcionar con un horario de 24/7 y pese a lo popular de la medida, esto representa un reto lo suficientemente importante como para tener en vilo a toda la población de la isla.
Pero quizás lo más interesante es una frase del propio Hveding:
“Para muchos de nosotros, obtener esto por escrito simplemente significaría formalizar algo que hemos estado practicando durante generaciones”.
Y es que, como hemos hablado en otras ocasiones, es muy complejo hacer ingeniería social usando los horarios oficiales: pongas las horas que pongas, la gente acaba haciendo lo que quiere.
De esta forma, el debate siempre acaba siendo entre “prescriptivistas” que quieren unificar los horarios para crear zonas mercantiles y administrativas más amplias y los “descripcionistas” aquellos que creen que lo mejor es crear horarios adaptados a los usos y costumbres del lugar.
Lo ideal podría estar en el punto medio: una regulación que nos permita movernos con fluidez, pero que de la flexibilidad suficiente como para vivir como queramos.
Fuente: Xataca